Resumen:
No el elogio del sabio, ni la grandilocuente apología del virtuoso, sino el sencillo encomio de la férvida dominicanidad de Pedro Henríquez Ureña, ha de ser el homenaje más caro al espíritu que ya mora en la excelsa mansión de los justos. Porque en su vida consagrada al humanismo, en lo hondo de sus inagotables ansias de sabiduría, por encima de su alto magisterio y de sus devociones estéticas, estaba su amor de patria, amada con orgullo por sus glorias, querida con pena por sus vicisitudes. En Pedro Henríquez Ureña se cumplieron los claros vaticinios de la madre-poeta, la egregia mujer dominicana más digna del mármol. Corría el año de 1887.