Resumen:
Algo del aspérrimo Las Casas había en el misericordioso Sacerdote, gloria de la caridad y de la fe cristianas, cielo extendido sobre los infortunios terrenales, a quien la devoción de los dominicanos señala con el sencillo nombre de Padre Billini. Algo del Padre Las Casas había en aquel invencible espíritu de luchador, de fervoroso Ministro de la Iglesia, de vehemente hacedor de obras de piedad y de filantropía, de beatífico amparador de desvalidos, de indesmayable educador. Pero si Las Casas jamás cedía frente a los sabios argumentos de Sepúlveda, en sus terribles pendencias contra su propia patria; si su palabra jamás se despojaba de las violentas ráfagas del anatema, el Padre Billini dominaba al fin el oleaje de sus intemperancias, y se acogía serenamente, con espontaneidad pasmosa, al triunfo de la verdad. Tal es la distancia que hay entre el Apóstol de los Indios y el Apóstol de los Desamparados. Esa es la actitud en que Billini aparece frente a Hostos; no la que propalan los maldicientes. Corría el año de 1879 cuando Eugenio María de Hostos llegó a la República, que ya conocía desde 1875. Al siguiente año se abrían, promisoramente, las puertas de la Escuela Normal; se proclamaban las excelencias de los nuevos métodos educativos del Maestro y se
condenaban, como retrasados y caducos, los viejos métodos en boga en las demás escuelas. En el nuevo sistema no entraban los dogmas de la religión: imperaba el carácter científico de la enseñanza, con desasimiento de todo lo ajeno a los nuevos principios que eran esencia del normalismo.