Resumen:
HIZO un siglo el 11 de enero de este año que advino al mundo en la menor de las cuatro grandes Antillas, Puerto Rico, Eugenio María de Hostos, quien, por la armonía de pensamiento y acción en servicio del ideal, alienta la esperanza de que en las islas del Mar Caribe habrá de cumplirse un ciclo luminoso como aquel que la admiración universal ha denominado “el milagro griego”. Y hace 66 años que por primera vez reunieron se en esta margen del “gran río color de león”, en el convivio espiritual, el eximio argentino Mitre, numen de esta docta casa y el esclarecido antillano, cuyo primer centenario conmemora en esta sesión pública la Academia Nacional de la Historia. Por dos razones, la una fortuita, la otra imperativa, he aceptado este encargo tan honroso como abrumador. La primera, por ser el único antillano presente hoy en Buenos Aires con asiento como
Miembro correspondiente de esta Academia. La segunda, porque el dominicano Máximo Gómez, el último en el tiempo de los grandes libertadores americanos, trazó al morir Hostos norma de gratitud para todos sus compatriotas al varón preclaro que amó a nuestra
patria como a su isla nativa, aun irredenta, y la escogió, desde Chile y ocho años antes de su muerte, para su “residencia final y sepultura”. “No olvidemos nunca los dominicanos, escribió Máximo Gómez, la memoria de nuestro mejor amigo, Eugenio María de Hostos”.