Resumen:
A la vista de un bello paisaje, quién no ha suspirado alguna vez: «¡Ah, si pudiese yo dibujar esta imagen!». Este «placer» de dibujar es innato en el hombre. En cuanto un niño es capaz de manejar un lápiz, garabatea entusiasmado cualquier trozo de papel, y los dibujos de niños de cinco años ya le dicen al observador adulto qué ha querido el niño representar en ellos. El que el dibujo no responda a las escalas de la realidad, carece de importancia, para el observador adulto, que tiene en cuenta la escasa experiencia de la vida del artista, y para el propio niño. Todo lo que tiene interés para el niño ha sido reproducido gráficamente, aparentemente sin esfuerzo y sin problemas. Esta fase se mantiene hasta que el niño descubre por sí mismo que los dibujos concuerdan, aquí y allá, con la realidad y que muestran una cierta imperfección. Este proceso de descubrimiento crítico se produce, aproximadamente, al término del décimo año de vida. Es entonces cuando, si los padres o los maestros no ayudan al niño a corregir estos defectos del dibujo, desaparece, con bastante rapidez, y, en muchos casos, muy profundamente el entusiasmo espontáneo por el dibujo.