Resumen:
Sean las palabras liminares de mi breve discurso de hoy la expresión de mi gratitud ferviente y hondamente sentida por haberse confiado a mi capacidad precaria hacer de este décimo aniversario de esa gesta gallarda de justicia, el elogio de la ley del 11 de enero de 1936 que dispuso que la noble y blasonada Santo Domingo de Guzmán se llamara
en lo adelante Ciudad Trujillo. Alboreaba el año 1930 y los más agoreros auspicios se
cernían sobre la patria. El gobierno nacional, carente de dirección idónea, corroído en sus entrañas por el cáncer de la vieja politiquilla de antaño, que durante casi noventa años había faccionado el alma dominicana y paralizado todo ímpetu de progreso y de renovación, contemplaba, impotente, cómo su incompetencia y su ineficacia — por lo demás las mismas impotencia e ineficacia de cuantos gobiernos le habían precedido en Palacio— eran factores determinantes de que la República se despeñara por abismos de perdición y pareciera destinada a extinguirse inevitablemente, hasta la propia nacionalidad. Sin duda, alguna hada maléfica había presidido la natividad de la Patria y, tal como en una tragedia griega, la fatalidad parecía haber clavado su garra en la virgen triste que se
mantenía ingrávida para las grandes realizaciones a despecho de sus reiterados e infecundos desposorios con la Gloria.