Resumen:
Entre la cantidad de títulos concedidos a Pedro Henríquez Ureña, tal vez uno de los más acertados sea el de Ciudadano de América. Pocos intelectuales han estado tan marcados por las historias locales de este continente como él. En 1929 lo encontramos residiendo en la capital argentina, dedicado, como siempre, a la docencia y la investigación. Atrás había quedado México, con sus turbulencias revolucionarias, la cantidad de sueños concentrados en su Ateneo —en el que tan decididamente trabajó—, sus reformas educativas y el desarrollo de las ciencias humanísticas. Delante tenía una joven esposa, dos hijas, el acceso a un país en el que finalmente podía intentar la empresa que
marcaría su vida: el echar raíces en algún espacio. Sin embargo, los comienzos resultaban dificultosos y los recursos económicos, escasos.